Biblioteca Juan de Mairena
A propósito de «Por quién doblan las campanas»

Intentaré definir el sentido que tiene España para nosotros. En particular en un momento en que España asume la parte que le corresponde en los males que nos asolaron. Me serviré para este fin de rodeos, recurriendo incluso a recuerdos personales.

Del peón de brega del que habla Pilar de Blanquet, tengo ante mi vista una fotografía singular: derecho, de pie, de frente, con las manos aplastadas sobre los ojos. De horror e incluso de soledad: los otros personajes del drama, apurados, llevan a Granero agonizante, un toro acaba de destrozarle la cabeza.

Como dice Pilar, el cuerno abrió la cabeza de Granero. Se le quebró la cara, dividida en fragmentos rojos: el ojo estaba colgando. Es lo que vio Blanquet, y lo que, por horror, le hizo llevar las manos al rostro. Yo estaba en el lado opuesto de la Plaza y, de toda la escena, no supe sino los detalles que en los relatos -o en la fotografía- se publicaron. Pero ese hombre joven con traje de luces, bruscamente derribado, violentamente empujado contra la barrera, el toro por algunos segundos encarnizándose con sus cuernos (los cuernos a todo vuelo al chocar contra las tablas producían un sonido vacío, macabro, parecido a los tres golpes de la muerte): no sé en qué instante, en la arena donde la gran multitud se había levantado, hubo un silencio agobiante, esta entrada teatral de la muerte, en plena fiesta, con ese sol, tuvo algo que ignoro de evidente, de esperado, de intolerable.

Desde entonces, nunca fui a la corrida de toros sin que la angustia me tensara los nervios intensamente. De ninguna manera la angustia atenuaba el deseo de ir a la plaza de toros. Al contrario, lo exasperaba, en combinación con una febril impaciencia. Empezaba a entender entonces que el malestar es a menudo el secreto de los placeres más grandes. La lengua española tiene una palabra precisa para designar esta suerte de exaltación que sub- tiende la angustia: emoción, es exactamente el sentimiento que dan los cuernos de toro cuando por un dedo no alcanzan el cuerpo del torero. Se trata de una categoría bien determinada de sensaciones donde juegan, junto al peligro, la repetición, la rapidez, la elegancia (en los movimientos del cuerpo o en el momento de levantar la capa). Pero la esencia de esto es la muerte que una actitud de incesante desafío compromete, que no está sino en el límite, apenas evitada, de un movimiento que va mucho más al corazón cuanto que es lento, preciso, ínfimo.

Haber visto morir en mi presencia me hubiese hecho entrar de una vez y por entero en la intimidad de semejante juego, aun hasta el agotamiento.

Por haber sido entonces excesivas, mis reacciones no se alejaban de aquellas que siente y que busca la multitud en la plaza de toros. El que vivió en España no se asombra para nada de esta palabra fuerte, éxtasis, de la que se sirve Hemingway, cuando habla de los fines que persigue todo español que asiste a las corridas: “Si los espectadores -dice Hemingway- saben que el matador es capaz de ejecutar una serie completa de pases de muleta en los que hay valor, arte, comprensión y, por encima de todo, belleza y gran emoción, soportarán un trabajo mediocre, con poco coraje, desastroso, porque tienen la esperanza de ver, tarde o temprano, la faena completa; la faena que hace salir al hombre de sí mismo, haciéndolo sentir inmortal mientras la ejecuta, que lo lleva a un éxtasis que, aunque momentáneo, es tan profundo como ningún éxtasis religioso lo es; éxtasis que se apodera al mismo tiempo de todos los hombres presentes en la plaza y que aumenta proporcionalmente en intensidad, arrastrando al torero con él; y él, por intermedio del toro, juega con la multitud y siente a su vez la respuesta, en un creciente éxtasis de desdén ordenado, ritual y apasionado de la muerte, que nos deja, cuando termina y se da muerte al animal que la hizo posible, tan vacíos, cambiados y tristes como después de cualquier emoción muy intensa” (Muerte en la tarde, en traducción de Daumal, p. 184).

Reconocí, después de algunos meses de permanencia en España, que estaba en otro mundo moral, menos sosegado y menos amablemente real, pero mucho más atractivo.

Observé en el pueblo una aptitud para captar infinitos matices (como los que aquí perciben distinguidos aficionados de artes inaccesibles a la multitud), la mayoría ligados a alguna forma de angustia.

En las corridas, la angustia está impulsada por una amenaza de muerte, que pende sobre el torero. Cada detalle de la lidia, por su precisión, por su elegancia, su rareza, acentúa, tranquiliza o calma la angustia. En ese sentido, la multitud es al modo de lidiar del torero como al arco el cuerpo del violín, caja de resonancia cuya sensibilidad está hecha de angustia común. La extraña composición quiere de parte de todos que antes de calmarse la tensión, ésta se exaspere hasta quebrarse. Supone la aptitud para captar rápidamente las diferencias más débiles: sin eso, el grado de audacia que al torero le sobra no tendría, como tiene, el poder de llevar la emoción al límite de lo imposible.

Esta manera de reaccionar de un pueblo entero es el resultado de una auténtica y evidentemente espontánea cultura de la angustia.

Esta cultura de la angustia, que distingue al pueblo español, no está solamente ligada a la tauromaquia. No es menos sensible en ocasión de los cantos y los bailes. Se entiende, de algunos escasos cantos y de algunas danzas específicamente españolas.

Es difícil entender su funcionamiento si no se tiene de esos bai- les, de esos cantos, más que un conocimiento exterior. Un dis- co, un espectáculo representado fuera de España no tienen esa “caja de resonancia” que es la angustia “cultivada” por la mul- titud de Madrid.

Las reacciones fundadas en la angustia del público son fáciles de percibir en España. Se aplaude como en otra parte, pero el aplauso no es más que un medio pobre de marcar la satisfacción. La exclamación común y particular en España, “olé”, es mucho más fuerte. Tiene una tonalidad ronca, es tensa, rápida, liberadora y, a pesar de todo, estrangulada. Al mismo tiempo da una convulsión única a diez mil gargantas y nada es más sobrecogedor. A mi modo de ver, implica esto de extraño: “se franqueó el límite de lo posible, esta audacia verdaderamente inconcebible, seguida de un triunfo tan bello, es tan fuerte que uno no habría podido esperarla”. Significa evidentemente que la audacia oprime el corazón y que el triunfo lo tranquiliza. Pero esto sigue siendo esencial (exagerado sin duda, compuesto de un consentimiento de buena voluntad, no tiene importancia): la conciencia de una superación, el límite posible franqueado, lo imposible ante los ojos.

A la larga este sentido fuerte se atenúa, pero que se escuche una vez la multitud en España: no hace falta ningún esfuerzo para discernir esos elementos.

Si los españoles gritan “olé” en distintas oportunidades de la corrida, expresan una vez más el sentimiento de estar desbordados. Ya se trate de un baile o de un canto, incluso de una buena palabra, marcan el instante en que eso que parecía imposible está sin embargo allí. Y la angustia, en el caso de un baile o de un canto, puede no ser menos grande que en la plaza de toros.

Después de cierto tiempo de permanencia, tomé la costumbre y los reflejos del público de Madrid. Mirándolo bien, asistir a la muerte de un torero no tuvo otro efecto que acentuarlo (quizá estaba dispuesto, es verdad…) Durante algunos días y cada noche, todo el tiempo en que bailó, fui a ver a una bailarina (que, en la historia de la danza española, dejó apenas un nombre menor): su baile, ella también, me daba una angustia que empezaba antes de que saliera a escena. En España, una bailarina de renombre no baila en un decorado, baila ante un paño de terciopelo negro. La escena, en cada ocasión, está vacía ante ese fondo negro: suspendido por un instante, detrás del paño, el ligero golpeteo de las castañuelas anuncia que todavía invisible, pero soberanamente bella, deseable, la bailarina está ahí, lista para oficiar con la majestad de un vestido de volados y un chal. El baile, esencialmente mimo del placer angustiado, exaspera un desafío que suspende la respiración. Comunica un éxtasis, una suerte de revelación sofocada de la muerte y el sentimiento de tocar lo imposible.

Así vi a dos o tres bailarinas y me apegué más a una de ellas. Volví a París y había olvidado mis angustias de Madrid cuando un día, en un programa de musichall, encontré el nombre de esta bailarina preferida, pero tuve que aguantar sobre un decorado de opereta un espectáculo cargado para mí de un sentido en cierto modo sagrado. El público permanecía insensible, ajeno: lo que en Madrid producía su efecto, en París no era más que un intermedio aburrido. De mi desengaño saco hoy esta enseñanza: como la tauromaquia, el arte popular de la danza exige del público una verdadera cultura. No sólo éste debe ser sensible a los detalles de la técnica, en un sentido profundo, tampoco debe escapársele. Se dice habitualmente que las corridas del Sur de Francia no tienen el mismo interés que las de España. Los toreros y los toros son los mismos, sólo los espectadores difieren. Se dice que la multitud en Francia ignora las verdaderas dificultades de la lidia, aplaude pases brillantes, pero vulgares, no reacciona ante audacias más peligrosas. Los toreros no pueden entregarse en esas condiciones, saben que sus esfuerzos no serán reconocidos, que el escamoteo, por el contrario, les traerá mucho más éxito. Creo que ese aspecto no es el único, el ambiente está hecho de las reacciones contagiosas de la multitud. La multitud en Francia, en las corridas de toros como en los espectáculos de danza, está menos oprimida. Le falta una sensibilidad íntima, un fondo de angustia, sin el cual el conocimiento profundo de la técnica tiene no sólo pocas oportunidades de desarrollarse, sino que permanece vacío.

No habría ni tauromaquia ni bailes españoles si la existencia de la multitud no estuviese en algún momento ligada por la angustia del deseo de lo imposible. A veces es necesario, en el sentido de aquello que da angustia, ir tan lejos como se pueda ir (es el fundamento de la tragedia). Así alcanzamos el más allá de lo posible, o al menos su límite; así nos abrimos a esos reinos de lo imposible, donde las cosas son más bellas, más grandes y desgarradoras. Si algún día, la audacia de ir tan lejos nos faltara, las riquezas designadas bajo los nombres vulgares de cultura, religión, arte, nos serían retiradas: la esencia de la vida humana, más allá de la triste necesidad, está en juego en esta suerte de audacia, diferente del coraje militar, pero no menos grave.

Jean Camp, que dio del carácter español un ensayo de definición, lo deja ver dominado por una necesidad de huir de aquello que es por aquello que no es. Esta definición profunda y fiel quizá comete el error de acentuar el momento negativo de la huída: positivamente lo que Jean Camp designa con el nombre de fuga es el deseo de lo imposible. El deseo de lo imposible sin duda no es privilegio de España: es en general humano (incluso define la naturaleza humana). Pero habitualmente no es exasperado, dominante, susceptible como en España de crispar a una multitud entera con miras a un mismo objeto; en otros países no tiene la fuerza de dar a la existencia semejante desprecio por lo cotidiano (incluso el acento del lenguaje exaspera el desprecio).

Y lo que sin duda más me atrae es que ese carácter sea común, propio de la multitud, de la vida colectiva tanto como del individuo. La cultura de la angustia de la que hablé y que da a la voluntad de imposible una salida es aquella que el pueblo se da a sí mismo. No se enseña en las escuelas, no es patrimonio de los medios intelectuales. La “cultura” del pueblo español es análoga a otras culturas populares, pero no es solamente la más entera o la más viva (creo que ningún otro pueblo de Europa conserva hasta ese punto esa clase de conocimientos técnicos de origen inmediato); imagino que ninguna otra cultura popular tiene hoy esta profundidad, que ninguna expresa asi la nostalgia de lo imposible.

Cuando se habla de cultura popular, se encara también la cultura más difundida pero rudimentaria, excluyendo una profundidad tenida por inaccesible. Si se quiere poner la cultura al alcance del pueblo, se le da rápidamente los límites de lo posible, se suprime aquello que persigue lo imposible. Y tienen razón: la cultura intelectual en general tiene escaso valor para el pueblo (es un poco menos claro en España donde pululan los autodidactas). La verdad es que la cultura moderna es la de una sociedad dividida en clases moralmente extrañas una de otras. Moralmente, la clase inferior de la sociedad capitalista está aun más disociada que la de las sociedades feudales. La cultura del mundo moderno es exclusivamente obra de las clases medias o superiores. Por otra parte es un producto heterogéneo. Conserva al precio de artificios la herencia de la aristocracia. La cultura que expresa directamente las necesidades actuales es técnica, científica y, en el plano moral, humanitaria y práctica. Las verdaderas riquezas culturales de nuestro tiempo son más bien expresión del desgarramiento y de la enfermedad de la sociedad. Es raro actualmente que un hombre tenga una existencia independiente del desarrollo industrial: a veces estamos subordinados a él y lo expresamos fielmente, otras veces lo evitamos, huimos de él y somos arrojados a un mundo arbitrario o enfermo.

Los españoles no “huyeron” del mundo de la gran producción industrial: no entraron allí. La industria en España es de fecha reciente y por otra parte poco desarrollada. Es más bien como una excrecencia extraña: no domina. Los movimientos políticos del proletariado no tienen allí el mismo aspecto que en Inglaterra o en Francia. El proletariado agrícola cuenta mucho en España: los campesinos anarquistas de Andalucía se sublevaron muchas veces; en los pueblos de Andalucía había clubes anarquistas donde los seres más simples discutían acerca del sentido de la humanidad. Incluso los obreros de la Cataluña industrial, en gran número de origen propiamente español, tienen su manera de vivir fuera del mundo. Como los campesinos andaluces, son principalmente apolíticos: anarquistas, niegan la legalidad del mundo real. Negándolo, muestran que no pudo aplastarlos; pero no se ponen como otros a su nivel, su acción no se compromete con él, es puramente negativa (por eso es eficaz en el plano sindical y no tiene más que poco valor político y militar). En el fondo, el anarquismo es la más onerosa expresión de un deseo obstinado de lo imposible.

Los españoles no han “huido” de la dura realidad del capitalismo industrial como los intelectuales modernos. No han sufrido la misma presión que otros pueblos: su carácter, desde un principio, los llevaba más allá de la realidad: huyen de la realidad pero desde hace mucho tiempo.

Trascribiré, para dar de la cultura popular en España una idea precisa, una breve canción andaluza.

Del cantor, “el antediluviano Bermúdez”, Gómez de la Serna describe “la gruesa voz de vino tinto” conservada “en la bodega de su alma”. Cantaba en 1922 en Granada, en un importante concurso(1). “La llegada de este hombre al concurso, escribe De la Serna, fue algo bíblico, como si hubiera estado guiado por una estrella.”

Después de algunos acordes de guitarra, sentado sobre el estrado, cantó (más bien lanzó su voz en una suerte de grito insoportable, desgarrado, prolongado y, cuando parecía agotado, accediendo en esa prolongación de un estertor a lo imaginable):

Y ellos enterraron

y ellos enterraron

y ellos enterraron

y ellos enterraron

y ellos enterraron

y ellos enterraron

y ellos enterraron

y ellos lo hicieron enterrar

en el triste y pequeño monumento

de sus decepciones.

(1). Ramón Gómez de la Serna relata largamente este concurso en su artículo “El ante jondo”, Bifur, t.ll, julio de 1929, p.69-84. (Nota de G.B.)

Estas líneas tienen, sin duda, en sí mismas poco sentido, pero el canto sucesivamente lento, gemido, luego agudo hasta la demencia, alcanza esa extrema región de lo posible donde sólo nos hacen entrar a veces los violentos sollozos.

No podemos sobreestimar el sentido de ese pueblo: no sólo conserva, sino que hace vivir y mantiene en la cima de la intensidad, la cultura del tiempo en que el capitalismo no había terminado de separar a los hombres. Esta cultura actual expresa la misma sed que el misticismo de Juan de la Cruz o las composiciones dolorosas de Goya. Las estatuas policromas de carnes palpirantes, o ese crucificado de piel humana de larga cabellera de mujer surgen aparentemente del mismo espíritu. Pero la cultura actual del pueblo es independiente de la religión cristiana. Expresa un orgullo agresivo en la muerte y el dolor, que apenas es evangélico, que incluso exaspera el sentido de la libertad.

El relato de Hemingway no describe solamente la vida de explotados que luchan contra sus exploradores, que han tomado contra ellos las armas, sino también el destino en esta guerra de los hombres y de las mujeres de este pueblo dotado de la sensibilidad de la que hablo. Es por ahí que emociona.

Los franquistas, sin duda, no luchaban contra el pueblo como enemigos de esta cultura o para destruirla. Los propietarios atacaban el interés material de los campesinos o de los obreros, pero para eso tenían que atacar su libertad. Y, si hay que juzgar los lazos que asocian la cultura y la libertad del pueblo, podemos referirnos a las pinturas y dibujos en los que Goya evoca una primera vez a ese pueblo en lucha por su libertad (así el admi- rable Dos de mayo). Es verdad que la oposición del pueblo al invasor de 1808 mostraba en un principio esta libertad como inviolable. Para los Estados que se sucedían, fundados sobre la dominación de fuerzas extranjeras al pueblo (militares de casta, moros, italianos), la población oprimida permanece ella misma extranjera. Sin duda, en ningún otro país aquello que procede del gobierno central no es más visiblemente negado, cuando no odiado. La vida española se desarrolla a pesar de los guardias civiles, armados de una carabina, habituados a tirar con precisión y a menudo (esto incluso antes de la dictadura de Primo). Pero es imposible en el fondo alcanzar o aun atenuar la libertad moral del pueblo, decenas de millares no están menos hambreados en calabozos análogos a los de Himmler. Pagando con su desdicha la irreductible insumisión de todos.

Hoy casi no hay pueblos en Europa que no hayan pagado su libertad al precio de la sangre. Pero el pueblo español es el primero que soportó la agresión del fascismo. En un principio resistió en condiciones de indigencia inverosímiles. Sucumbió después de una guerra de treinta y dos meses, habiendo vertido su sangre en proporciones que aún hoy sombran (de una y otra parte, en la población entera, alrededor de 5% de muertos, marados o fusilados: el equivalente para la Francia metropolitana de dos millones). Esos sacrificios a una causa común justifican a todas luces una parte en la victoria. Pueden además llamar la atención sobre la enseñanza que nos da en materia de vida, de moral y de cultura, un pueblo tan ávido de libertad.

Antes de la guerra, sobre todo antes del advenimiento de Hitler, había franceses, norteamericanos, ingleses que iban a Alemania a estudiar la nueva filosofía de la angustia. Esos viajes, esos estudios tuvieron repercusiones de las cuales hay que decir que no tienen nada que ver con las propagandas políticas (así, en Francia, la filosofía de Jean-Paul Sartre). A pesar de lo que se piense de esta nueva filosofía, se difundió un poco en todas partes la conciencia de que la angustia no es un sentimiento negativo que se puede suprimir, sino una manera de ser esencial al hombre, sin la cual no tenemos del Ser más que una experiencia inauténtica. Hoy es banal hablar (quizá es un poco superficial) de la importancia, del valor, del sentido profundo de la angustia. Es posible que en Friburgo, en Heidelberg, Heidegger y Jaspers retomen su enseñanza. Pero, si los espíritus ávidos de horizontes más amplios buscan los lugares desde donde se descubra en su extensión todo lo posible del hombre, quiero pensar que esas escuelas donde volverían a hablar los filósofos de la angustia los decepcionarían: en las aulas, la “experiencia del ser” no va muy lejos. Tampoco es seguro que ganen mucho trasladándose a esos países donde las posibilidades de la técnica industrial están muy desarrolladas. E incluso en un mundo donde, ya abolido el viejo edificio social, la existencia se fundara sobre nuevas bases, no verían todavía en una escapada sin límites lo que la audacia y la libertad moral pueden alcanzar. (Es la concepción de un tiempo en el que los hombres están ocupados, donde lo que es lejano pasa -y debe pasar- después de la necesidad inmediata.) Dudo que exista hoy un pueblo capaz de aportar a los otros una enseñanza más auténtica que el pueblo o los hombres de la España libre. Casi no me interesan los profesores, y no siempre los políticos. Los libros… Me parece hoy que las más lejanas -y las más asombrosas- verdades de la vida, las encontrará al azar viviendo en la España libre.

España libre, de una manera fundamental, debe entenderse en el sentido político. Pero hay en los corazones una libertad íntima que subsiste en el interior de las prisiones. Puedo hablar en ese sentido de la España libre que, mañana, se liberará de la servidumbre franquista. Es la misma España que Hemingway conoció entre las dos guerras, donde, me parece, se formó una parte esencial. de la experiencia que comunican sus libros. La Espa- ña por la cual combatió luego. La experiencia de Hemingway, que da a su obra un sentido agudo (pero por encima de todo viril: España no es tanto angustia como alegría ansiosa, como bravata, como viril exigencia de lo imposible), la imagino en otros hombres, después de él, haciéndola. Como el musulmán espera en la Meca no sé qué enseñanza divina, estos nuevos peregrinos se irán a España a la búsqueda de verdades humanas que en tros países las transformaciones extremas de la sociedad ocultan. La policía de Franco no aguantará mucho más tiempo los puestos en la frontera pirenaica. Y no está lejos el día en que el rombre de la Falange empezará a borrarse de las memorias.

 

A propósito de «Por quién doblan las campanas» de Ernest Hemingway en PDF

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