En Astérix en Hispanie, unos gitanos proponen a Astérix y Obélix unirse a su baile nocturno: “¡Pónganse alrededor del fuego, que nos vamos a montar una juerga! ¡Lo vamos a pasar bien!” Y, acto seguido, el cantaor entona un estribillo tan poco alegre como poco divertido: “Ay, ¡qué desgracia haber nacido! Ay, mare mía, ¿por qué me has hecho eso?” La afirmación de la vida pasa sin transición a una reivindicación de la muerte; lo mismo, pero en sentido inverso, que el “Vamos a trabajar” con el que Sandoz, en la última línea de La obra de Zola, responde a la constatación trágica de Claude Lantier, varias páginas más arriba: “No hay nada… (…) Cuando la Tierra dé un chasquido en el espacio como una nuez seca, nuestras obras no añadirán un átomo a su polvo.”
Así, los autores de Astérix en Hispanie -Goscinny y Uderzo- han captado instintivamente ese profundo vínculo que, en el folklore español, es decir, en las raíces profundas de España, une la alegría de vivir al sentimiento trágico de la vida. En particular, aquí están pensando en el folklore andaluz, en el flamenco y en su cante jondo. Pero igualmente podrían haber pensado en el conjunto del folklore español, sobre todo en el que gira alrededor de la jota aragonesa –jota que, a mi modo de ver, expresa con tanta fuerza, si no más, ese misterioso y esencial vínculo que relaciona la verdadera alegría de vivir con un conocimiento íntimo y constante de la muerte-. Que la intensidad de la alegría sea direc- tamente proporcional a la crueldad del saber es, sin duda, una verdad de carácter general. No obstante, me es grato subrayar aquí que esa verdad encuentra en España un campo de expresión privilegiado, y confesar también que fue justamente en España donde tuve la ocasión, hace más de cuarenta años, de comprobar por vez primera su profundidad y su alcance. Si la alegría nunca es vulgar en España, como escribe Roland- Manuel en el opúsculo que dedicó a Manuel de Falla, es precisamente porque siempre viene acompañada por el brillo que le da a contrario el sentimiento cruel de lo irrisorio propio de toda existencia, lo que la pone al abrigo de toda ilusión, así como de toda complacencia o compromiso. Exaltando la alegría de vivir, no olvida que ésta, tal y como lo sugería Bichat, nunca será más que una resistencia milagrosa a la muerte. Ahí reside el secreto de su fuerza y de su elegancia.
C.R.
Galilea, 5 de septiembre de 1993