La construcción histórica de la puesta en escena del baile flamenco, como la de los otros «bailes españoles» (expresión general que se utilizaba en los teatros europeos de los siglos XVII, XVIII y XIX para referirse a bailes de origen español como las jotas o las boleras), está determinada por la necesidad de adaptarse al escenario italiano (a la llamada caja italiana). Una adaptación que fue promovida por los Borbones en el siglo XVIII en perjuicio de los tradicionales corrales de comedia. Según Rocío Plaza Orellana, profesora de Escenografía de la Escuela Superior de Arte Dramático de Sevilla, en los pasos de estos bailes españoles (que a mediados del siglo XIX comenzaron a denominarse bailes andaluces y posteriormente bailes flamencos) pueden distinguirse tres orígenes: popular, teatral y académico.
Durante su intervención en el seminario Flamenco, un arte popular moderno, Rocío Plaza Orellana analizó cómo la puesta en escena de estos bailes se ve condicionada por tres factores fundamentales: el espacio teatral (el escenario a la italiana), las propias necesidades de la danza y las exigencias (de producción, exhibición…) derivadas de su conversión en espectáculo (en fenómeno comercial). Para adaptarse a la perspectiva de los decorados, en los teatros de caja italiana los bailarines tienen que evitar las zonas más profundas del escenario y moverse entre el proscenio y las primeras tablas de la escena. A su vez, los espectadores se ven obligados a tener una perspectiva frontal, lo que limita la visión de los bailes a un solo flanco. Por otra parte, para no obstaculizar el desarrollo de la danza, se recurre a escenografías sencillas, diáfanas, sin objetos que interrumpan los pasos de los bailarines. De este modo, desde el siglo XVI hasta la época de las vanguardias históricas, la pintura fue el principal recurso escenográfico de los ballets (donde siempre gozó de gran libertad, al no estar tan atada a la palabra como en el teatro). Finalmente, la conversión de la danza en espectáculo (en producto de consumo cultural y de ocio) le obliga a someterse a los vaivenes del Mercado, a entrar en un circuito comercial y depender, para su supervivencia, de la rentabilidad económica.
En el caso de España, por lo general, la carga económica de los espectáculos de danza ha recaído en empresarios teatrales. Pero hay dos momentos históricos -la Ilustración y la II República- en los que el Estado, partiendo de la convicción de que las representaciones escénicas son un bien cultural que hay que proteger y fomentar, ha emprendido proyectos de reforma pública de gran calado. Con la idea de crear y consolidar un circuito teatral estable e independiente, en esos dos periodos, el Estado se sirvió de prestigiosos expertos que, a nivel teórico, diseñaron proyectos de reformas muy sólidos y modernos, pero que no resultaron viables en la práctica. La reforma de la Ilustración apostaba por una escena moderna que prescindía de los bailes y de las músicas populares, mientras que la de la República contaba con ellos, pero intentando eliminar su dimensión folclórica para incorporarlos de lleno al ámbito de la cultura.
Es decir, en su configuración histórica, el baile flamenco se ha tenido que adaptar a un espacio y a unos recursos escenográficos que le eran completamente ajenos, al tiempo que se sometía a numerosos condicionantes económicos (en el siglo XIX, por ejemplo, los gastos de vestuarios corrían a cargo de los propios bailarines). E incluso en ciertos momentos históricos, se ha visto afectado por profundas reformas políticas y culturales. La cristalización del espectáculo flamenco tal y como lo conocemos hoy en día, es fruto de la conjunción de esos factores y de la intervención de todos los agentes implicados en dicho proceso de configuración histórica, desde los gestores públicos a los propios bailarines, pasando por empresarios, músicos, escenógrafos y, por supuesto, los espectadores.
A juicio de Rocío Plaza Orellana, el primer momento clave en la consolidación y expansión del baile flamenco se produce entre la segunda mitad del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX, cuando varios tratadistas europeos propiciaron una profunda renovación de los conceptos coreográficos que permitió que los bailes de España se introdujeran en los teatros de toda Europa.
En este sentido, destacan las figuras de Jean Georges Noverre (1727-1810) y de Carlo Blasis (1797-1878), dos prestigiosos tratadistas que también fueron bailarines y coreógrafos (aunque no demasiado brillantes). Entre otras cosas, Noverre propuso aligerar el vestuario de los bailarines (eliminando pelucas y máscaras, prescindiendo de prendas textiles incomodas y voluminosas…), así como deshacerse de los elementos escenográficos que dificultan el desplazamiento de los intérpretes (objetos decorativos artificiosos, accesorios inútiles). Partiendo de la idea de que la danza es un medio para transmitir una verdad dramática, Jean Georges Noverre defiende la espontaneidad y la naturalidad expresiva del bailarín (algo que beneficiaba a los bailes españoles), la necesidad de que éste muestre sus sentimientos y sea capaz de conmover a los espectadores. Pero a su juicio, esa espontaneidad expresiva no surge de la nada, sino que debe basarse en un trabajo riguroso y disciplinado.
Las tesis de Noverre serían retomadas por coreógrafos posteriores como Charles Le Pick, Jean Dauberval (autor de obras como Le ballet de la Paille que se estrenó en Burdeos en los albores de la Revolución Francesa) o Auguste Vestris (que fue durante 40 años primer bailarín del Teatro de la Opera de París). En este contexto favorable a los bailes españoles, desempeñó un papel fundamental la bailarina de origen gaditano, formada en Londres, María Mercandotti que introdujo en los escenarios europeos pasos de la escuela bolera como las cachuchas. Bajo la dirección de Gaetano Vestris (padre de Auguste Vestris), en 1821 María Mercandotti se presentó en la Opera de París con un repertorio clásico que incorporaba pasos españoles. Aunque su carrera profesional duro poco -en 1823 abandonó la escena por motivos pasionales-, obtuvo un extraordinario éxito de crítica y público. Se destacaba su arrebatadora belleza (en los periódicos de la época le llamaban la «Venus andaluza»), la elegancia y originalidad de su indumentaria (trasparencias, bordados, tocados…) y, sobre todo, su enorme talento para la escena.
Discípulo de Douberval (y, por tanto, de Noverre), el pedagogo italiano Carlo Blasis explicó sus renovadoras teorías coreográficas tomando como modelo de referencia los bailes de España (boleras, fandangos…). Autor de obras como Tratado teórico práctico del arte de la danza (1820) o Código de Tepsícore (1828), Blasis propugnó una modificación de la indumentaria (para dar mayor movilidad a los bailarines) y planteó la necesidad de diluir la división de los bailes por género (que englobaba a los pasos nacionales y folclóricos dentro del género cómico) y de ampliar la gama de personajes y actitudes representables.
Pero no se debe olvidar que todos estos cambios sólo fueron posibles gracias a los avances tecnológicos que trajo consigo la Revolución Industrial, pues facilitaron la utilización del punto tubular (cuya elaboración artesanal era muy costosa), abarataron la producción y distribución de tejidos más ligeros y de calzados más flexibles (zapatillas especiales sin talón y con la punta reforzada) y permitieron la expansión de las prendas ajustadas (extendiendo el uso de medias, maillots y pantalones). Es decir, esos avances posibilitaron el uso intensivo de unos tejidos y de unas técnicas textiles que ya existían (aunque a una escala muy reducida), permitiendo la elaboración a bajo coste de una indumentaria mucho más flexible, elástica y cómoda que la que habían utilizado hasta entonces los bailarines. «Estos cambios de la indumentaria, que a primera vista pueden parecen triviales y frívolos, son los pilares sobre los que se construye la danza moderna», subrayó Rocío Plaza Orellana.
Este proceso de renovación que se había iniciado a finales del siglo XVIII alcanza su primer momento culminante en 1832, cuando se estrena en el Teatro de la Opera de París el ballet Las Sílfides (con María Taglioni como bailarina principal) que eleva la danza -considerada hasta ese momento un género menor- a un nivel escénico similar al de cualquier otro espectáculo dramático. Todo ello gracias al apoyo del público burgués y aristocrático de la época (que aplaude entusiasmado las nuevas propuestas coreográficas) y a la labor de difusión que llevaron a cabo una serie de periodistas y cronistas como Theóphile Gautier. Las Sílfides representa la consagración del ballet romántico en el que, en contraste con el baile clásico, se resaltan valores como la fragilidad, la sinuosidad, la ligereza, la expresividad o la naturalidad. Valores muy parecidos a los que se les atribuía a los bailes de España. De hecho, cuando dos años más tarde (en 1834) Dolores Serral, Mariano Camprubí, Manuela Dubinon y Francisco Font presentan sus boleros, fandangos y corraleras en la Opera de París, la crítica describe sus bailes como sensuales, voluptuosos, violentos, salvajes, expresivos, puros.
En España, a finales del siglo XVIII, se había emprendido un proceso de reforma (liderada por ilustrados como Jovellanos y Moratín) para modernizar el Teatro Nacional, importando los modelos escénicos dominantes en Europa. De este modo, los tradicionales corrales de comedias fueron sustituidos por escenarios a la italiana, desaparecieron los decorados barrocos, se desplazaron los músicos al foso y, lo que es más importante, se transformó la función social de los teatros que se convirtieron en «escuelas de costumbres» (construyendo alrededor del escenario y del patio de butacas, espacios complementarios como vestíbulos, cafeterías, salas de tertulias…). Pero la danza, al ser concebida como un género menor, quedó al margen de los cambios escenográficos que impulsó esta reforma. Los espectáculos de bailes se ofrecían en los intermedios de las obras teatrales, sin ningún tipo de despliegue escenográfico. Y el éxito de los bailarines dependía de ellos mismos, de su capacidad para atraer y enganchar al público (ya fuera por su vestuario o por su frescura y desparpajo).
El panorama cambia tras la muerte de Fernando VII (1833), coincidiendo con la llegada de los primeros viajeros románticos a tierras españolas. Se multiplican los espectáculos de danza, aparecen las primeras academias de bailes y se abren los primeros cafés cantantes. Mientras tanto, en los teatros europeos triunfan los llamados bailes de España, siendo la indumentaria (sobre todo la femenina) uno de los recursos escénicos más apreciados. En la evolución de esta indumentaria participan numerosas personas, desde modistas parisinos (que abren los escotes, liberan la piel, diseñan el vuelo de la falda…), a zapateros andaluces, pasando por los propios bailarines (acostumbrados a utilizar su vestimenta como reclamo). A mediados del siglo XIX, se estrenan en ciudades como París y Londres los primeros espectáculos coreográficos compuestos mayoritariamente por bailes de España (que ya por aquellos años comenzaban a ser denominados bailes andaluces y, poco después, flamencos) y una emblemática bailarina clásica, la austriaca Fanny Essler, re-inventa pasos españoles como las cachuchas.
La afición por estos bailes no desaparece cuando entran en crisis los valores que había promovido el romanticismo (exhuberancia, sensualidad, autenticidad, inmediatez, expresividad…), algo que, según Rocío Plaza Orellana, se debe a que tienen una buena base técnica que les permite transformarse y adaptarse a los cambios coyunturales de los gustos estéticos. Durante las primeras décadas del siglo XX, renace el interés por la indumentaria flamenca que se renueva gracias a las aportaciones de artistas como Tórtola Valencia (que aunque nunca bailó flamenco, si utilizó su escenografía), Natalia Delgado, Antonia Merced («La Argentina»), Vicente Escudero, las hermanas Pilar y Encarnación López o Carmen Amaya. Ya en la fase final de su intervención en el seminario Flamenco, un arte popular moderno, Rocío Plaza Orellana aseguró que no tiene sentido pensar que en este proceso de construcción histórica del espectáculo flamenco, se ha perdido su esencia originaria, su verdad. «Pues no es más, que la verdad del espectáculo, con todos sus condicionantes políticos, culturales y económicos», precisó.